"Entre el odio y el amor" (II)
Para el mundo: 'Hospital Arzobispo Loayza'. Para mí: 'El Museo de la reconciliación'. |
ANTERIOR... No quisiste entrar, pero tu
hermano te animó a que lo hicieras. Entraron, vieron unas sesenta camillas;
comenzaste a ver las caras de los enfermos y tratabas de ubicar la camilla
número dos, que no la llegarían a ubicar; se acercaron a una doctora y ésta les
dijo que esa parte era de hombres y la sala que continuaba hacia la izquierda
era de mujeres. Entonces, dentro de esos enfermos estaría
tu padre.
Regresaste y nuevamente comenzaste a ver las caras, y tu corazón y
ojos se dirigieron hacia la última camilla que estaba pegada a la pared, lo
reconociste, era tu padre. Caminaste y, a falta de dos camas para llegar a él,
tu hermano le preguntaría cómo estaba, tu padre echado de costado, mirándolos
movió la cabeza de un lado a otro, lo que significaba que estaba mal. Tu padre
comenzó a llorar, y tú al verlo te tapaste los ojos con la mano izquierda, no
podías evitarlo, lloraste, tus lágrimas hacían riachuelos sobre tu cara, lo
abrazaste y lloraste sobre su pecho; te sentiste querido, y tratabas de darle
fortaleza en ese abrazo que era el abrazo final del pasado y el abrazo que
iniciaba un buen futuro. Él también lloraba, era débil.
Era la primera vez que
abrazarías a tu padre, y quizá para tu padre también fue la primera vez que lo
haría. El abrazo que no se dieron en
veintiún años lo harían en cinco minutos. Fue la primera vez que lloraste en su
pecho y la primera vez que lo viste llorar. Tu padre estaba sufriendo,
derrotado por la enfermedad y por la vida, tumbado en una cama a lado de muchos
enfermos. Tu padre, a quien tú nunca odiaste, tenía un tumor en el estómago,
con diabetes que de ochocientos había bajado a doscientos treinta, con hongos
en la garganta y con una deformación en la nalga derecha. Sus brazos estaban morados de tantos
incones por las agujas; pálido y triste, muy sensible ante ti. A lado estaba
una mesa, en donde estaban muchas botellas de suero, muchas inyecciones,
pastillas, frascos, entre otros; parecía tener una mini farmacia a su costado.
Luego de que lloraste y con dolor de verlo, te
desprendiste de él, y te sentaste a su lado, en una silla. Hablaron de cómo
había empezado todo, desde cuándo estaba en el hospital y qué decían los
doctores sobre su caso.
Tú lo mirabas, y al verlo con una
camiseta del hospital y desnudo a partir de la cintura, viste tu cuerpo. Tus
brazos eran iguales que los suyos, velludos y algo quemados; tus ojos eran casi
los mismos; tus piernas eran iguales que las de él, velludas y algo gruesas;
tus pies idénticos; y lo que descubrirías luego de un rato, era que tu sentido
del humor, tus payasadas y tus tomaduras de pelo las habías heredado de tu
padre. Lo notarías cuando hablaba con la doctora que lo atendía, una alemana
hermosísima de ojos preciosos, que
había hecho afinidad con él.
Foto referencial: Pabellón del hospital Loayza. |
Te quedaste dos horas con veinte
minutos conversando con él. Le hacías recordar cuando vivían juntos, se
preguntaban cada uno de los familiares; a veces se quejaba por el dolor en la
nalga, tú ya estabas calmado viéndolo bien. Te preguntó qué estabas haciendo,
tú le respondiste que estabas estudiando periodismo y que seguías trabajando en
la capilla de La Molina. Él te contó que no le iba tan bien. Tú le preguntaste cuánto gastaba diario en el
hospital, él te dijo que alrededor de ciento veinte soles diarios, que algunos
amigos de él lo estaban ayudando y que Erika, hija de papá, media hermana
tuya, lo ayudaba enviándoles dinero desde EE.UU. Platicaron y también se miraron.
Tú veías a los demás enfermos,
algunos estaban solos, otros estaban acompañados por sus familiares, incluso
viste a uno que a tu parecer estaba
pronto a morir, éste estaba a cuatro camillas de tu padre. Preguntas iban y
venían, sentías que el mar se había calmado, que el maremoto de años había calmado sus aguas.
-Gracias por su visita, será hasta
mañana. Ya son las cuatro de la tarde, se acabó el tiempo de visitas -, fueron
las palabras de un personal del hospital.
El tiempo había pasado velózmente,
y ya tenías que irte con tu hermano,
éste se adelantó a despedirlo y le dio un beso en la mejía izquierda a tu
padre; tú viste que tu padre nuevamente lloraba, te acercaste y lo abrazaste; lloraste y lo besaste mientras tu padre te decía que estés tranquilo, que no
lloraras, sin embargo, él también lo hizo. Tu hermano te sobaba la cabeza
manifestando que te tranquilizaras.
Luego tomaste la mano derecha de tu papá, la miraste y la besaste.
-Te vendré a visitar -, le dijiste, mientras secabas tus
lágrimas.
-Ya hijo, cuídate -, te dijo, algo
triste.
Así te despediste de tu padre.
Cuando caminabas hasta la puerta de salida de la sala no querías voltear a verlo, pues sabías que llorarías, y no lo
hiciste. Saliste al patio y te sentías liberado, habías descargado mucho de tu
pasado y de ahora tu presente.
Ahora entendías el por qué Dios
permite las enfermedades; sin duda es
que para en situaciones difíciles, como la
que tú acababas de vivir, brote la
salud de lo interior, del alma. El lunes cinco de marzo llamaste a tu tía Pilar para preguntarle por tu padre,
ella te dijo que esa madrugada tu padre había tenido una hemorragia, que había
perdido sangre por la boca, pero que se estaba recuperando. Además, tu tía te
dijo que ese día al parecer iba a salir
de alta. Al día siguiente lo fuiste a
ver con tu hermano, habían movido su cama a otro lugar, lo viste, estaba algo
calmado, quiso llorar y tú también, pero te habías propuesto no hacerlo
frente a él, lo besaste y le preguntaste qué había pasado,
te dijo que dos úlceras en su estómago habían reventado, que había vomitado
sangre.
Tu padre estaba delgadísimo y débil.
Te dijo, además, que no comería tres días, ya que era el tiempo que se le daba
al estómago para que repose y no haga esfuerzo. Hablaron de ustedes, tu hermano le
mostró el almanaque de la escuela donde tú sales como modelo. Al salir le diste un beso y
tu hermano también; tu padre se quedó tranquilo. Llegaste a tu casa y le
contaste a tu mamá.
-¡Mi papá está grave, está en
cuidados intensivos, ayer a las tres de la madrugada lo operaron de emergencia,
se han reventado otras úlceras! -, dijo tu hermano Oscar, por teléfono,
cuando llamó a tu trabajo el miércoles
siete, día después que lo visitaste.
"Siempre creí que si mi padre moría no iría al cielo" |
Terminaste de trabajar, saliste, tomaste un taxi rumbo
al Hospital. En el camino lloraste, pensaste que ahora sí tu padre se iba y se
iba para siempre. Llegaste al hospital, entraste por
la puerta de emergencia, y al ingresar viste a tu hermano venir, se paró frente
a ti y empezó a llorar.
-El viejo está mal, está grave -, fueron sus
palabras entre lágrimas, mientras tú llorabas desconsolado y sintiéndote
derrotado.
Te preguntabas por qué tú padre
estaba así, ya que el día anterior lo habías visto, o mejor dicho lo habían
visto, habían conversado, reído y besado. Tu hermano te dijo que había sido
una negligencia, que ningún doctor había estado en la madrugada, solamente un
practicante.
Le preguntaste qué había dicho el
doctor, y te dijo que el doctor le había informado que estaba viviendo en gran
parte por lo artificial, tenía, en parte, oxígeno artificial, el corazón igual,
y que lo más preocupante era que, habiendo pasado dieciséis horas después de la
operación, no reaccione. Tu padre no habría los ojos, parecía un muerto.
Estabas a punto de maldecir esa noche, noche negra y sin estrellas. Estabas
junto a tu hermano en la puerta de la sala de cuidados intensivos, de pronto, un
doctor abrió la puerta y dijo:
-¿Familiares de Segura Dean? -.
Tú, Franco Jesús Segura Rodríguez,
comenzaste a caminar hacia el jardín, te
morías de miedo de escuchar: ”su padre acaba de fallecer”.
Tu hermano se acercó, y el doctor
le dijo que vaya a la clínica San Felipe
llevando unos análisis que a tu
padre le habían sacado. El alma no se desprendió de ti. Tu padre seguía vivo.
Era, dentro de los cinco pacientes
que estaba en la sala de cuidados intensivos, el más grave y el que más
máquinas tenía a su alrededor. Tenía seis monitores a su alrededor.
Fueron a la clínica a dejar un
pomo que contenía poca sangre de tu padre, y al regresar al hospital te
sentaste en una banca que estaba a las afueras de la sala de cuidados
intensivos. Tu hermano te contó que tu padre, cuando estaba vomitando sangre y
sentía que se iba, le dijo al doctor:
-Llamen a mis hijos, Lalo, así lo
llamaba a Oscar, y a Franco -.
Te tapaste la cara, pero no
ocultarías tus lágrimas que te vencieron, lloraste más que la primera vez lo
que viste en el hospital. Ahora pensabas que en verdad se iba, tu hermano te
consoló:
-Reza, reza. Verás que se
recuperará. Todo saldrá bien -, fueron las palabras de tu hermano.
Al lado tuyo había un gato de
color blanco que rodeaba la puerta de la sala, el gato parecía esperar a un
alma que saliera de la puerta. Tu hermano buscó al doctor para decirle que ya
habían entregado los análisis en la clínica San Felipe, y así fue.
Se quedaron sentados en aquella
banca, esperando alguna noticia sobre tu padre. Para esto, cuando tu hermano
informó al doctor que ya habían dejado los análisis, el doctor le dijo que el
encargado de ver a tu padre era el doctor Bueno.
A pocos minutos, un doctor
ingresó a la sala de cuidados
intensivos, le dijiste a tu hermano si él
era el doctor Bueno, te dijo que no
sabía, entonces se paró, se acercó y, antes de que cierre la puerta, le dijo:
-¿Doctor Bueno? -.
-Sí, yo soy -, contestó.
-Buenas noches. Soy hijo del
paciente de la cama cinco, Oscar Segura Dean. Quisiera saber cómo está-,dijo tu
hermano.
-Hace cinco minutos abrió los
ojos, aún no es consciente, pero está
reaccionando, además, el oxigeno artificial lo está utilizando
menos, igual que los otros tanques. Su presión está llegando a lo óptimo. Ha
mejorado -.
El alma te abrazó y tú a ella, tu
padre había mejorado, había despertado luego de dieciocho horas; quizá las
lágrimas de tu hermano y tuyas conmovieron a Dios; quizá tu alma fue en busca
de tu padre para fortalecerlo, porque nadie podía pasar a verlo, estaba
prohibido, sin embargo, tu alma lo hizo.
CONTINUARÁ.