"Entre el odio y el amor" (I)

Oscar Eduardo Segura Dean
Foto de mi padre cuando trabajaba en TEPSA, lugar donde conoció a mi madre.
Tu padre estaba enfermo, postrado en una cama del Hospital Arzobispo Loayza, en el mes de febrero de 2007; así te habían informado tu tía Pilar, hermana de tu padre y tu media hermana Mayela, hija de tu padre, que se parecía mucho a ti.

Sientes mucha pena por aquel hombre que ahora sufre y, como te diría más adelante tu tía Pilar, llora.

Ahora quizá brote tu rencor por él, por los años en que no estuvo junto a ti y, además, porque no te había dado dinero para estudiar, ni para tus alimentos. Pero no. Tú, al parecer, ya lo habías perdonado, pese a que tus familiares y amigos te dijeron que ese hombre no valía la pena. Pues para ti lo pasado había quedado en el pasado, y ahora lo que en verdad querías era verlo y saber algo más de él, cómo estaba, qué sentía, qué quería y si sufría.

La noticia te la dijeron un jueves por la noche. Te pusiste triste, y, aunque no lo podías creer, querías llorar de tan sólo saber que él sufría.  La última vez que lloraste por él fue cuando estaba con sus maletas listo para irse de la casa, en La Molina; tenías once años, y luego de diez años tu corazón, muchas veces duro ante realidades muy susceptibles, se encogía por Oscar Eduardo Segura Dean, el nombre de tu padre.

Ya sabías sufrir, y lo habías aprendido tan bien cuando tu madre tuvo la parálisis facial. Ahora era tu padre quien estaba mal con diabetes, hongos en la garganta y várices en las nalgas. Se cruzaban muchas emociones y sentimientos en tu interior, en verdad eras débil, a pesar que cuando hablabas eras duro y hasta cruel. Él, tu padre, tenía cuarenta y siete años. Tú  te emocionaste mucho y te conmovía que tu padre, a quien le decían “Chachi”, esté en un hospital rendido por las enfermedades. Y te llamaba la atención tu actitud de preocupación hacia él, pese a que ni sabías cuánto calzaba o si le gustaba cantar o caminar, no sabías qué plato de comida le agradaba más. En realidad, y aunque te duela, no lo conocías. Sólo en tu mente estaba esa figura física de tu padre; la última vez que lo viste fue en el velorio de tu tío Pechelo, lo verías después de un año y un mes; prácticamente lo veías cada dos años o al año.

Ahora te preguntabas quién lo iba ayudar. No lo odiarías ni mucho menos le guardarías rencor; pero quieras o no, el vacío en tu corazón estaba ahí, abierto y muchas veces golpeado. No lo amabas y eso lo sabías muy bien, pero sí lo querías. De niño qué no diste para que él estuviera contigo, pero después entenderías que todo lo que querías no siempre se te era concedido.

Mi familia en el día de mi Primera Comunión.
Foto tomada el día de mi Primera Comunión, en la Capilla Cristo Reconciliador.
Te preguntabas por qué estabas triste si no lo amabas, pues, era porque anhelabas estar con él, porque tenías la misma sangre, era tu padre que, algún día muy lejano, amó a tu madre. Tu padre había sido reemplazado por tu tío Rodolfo, hermano de tu madre, a quien tú sí amabas, pero te seguirías cuestionando si amabas o no a tu padre. Nunca le dijiste que lo querías, y, según tu frágil memoria, él tampoco te lo dijo.

Han pasado muchos años, y han pasado tantas cosas en tu vida que te han hecho tan fuerte como tan débil. Ahora no le pagarías con la misma moneda, tampoco huirías de la situación, lo que más te dolería era que no tendrías el suficiente dinero para solucionar muchas situaciones difíciles,  como ésta. En la primera misa del domingo anotarías su nombre en las intenciones, pidiendo por su salud. Seguramente nadie sabía que era tu padre, y eso te importaba poco. La Iglesia Católica rezaba por él, eso te tranquilizaría en cierta medida.

Te ponías a pensar cómo se sentía. A tu padre lo viste sollozar una vez en tu vida, nunca lo viste llorar, pero él sí te vio hacerlo cada vez que te ibas a lavarte la cara en el lavadero tan pronto como escucharías las discusiones de tu padre y de tu madre. Dicen que la vida da muchas vueltas, en tu caso dio once vueltas (11 años) para que la situación se invierta, cambiarían de papeles; ahora él era frágil y dependía de los demás; ahora tú trabajabas y estudiabas, y tratabas de ser  un buen amigo e hijo, siendo querido por los demás. No lo llamabas para saludarlo por el día del padre  ni por su cumpleaños ni para navidad, él tampoco lo hacía. Lo que muchas veces quisiste entender era por qué tu padre actuaba de esa manera; “quizá porque había sido formado así”, era tu respuesta. Esperarías un lunes veintiséis de febrero para ir a verlo en horario de visita que era de dos hasta las cuatro de la tarde, pero algunos familiares y amigos te harían recordar los malos momentos que tu padre te hizo pasar, y tú ni te acordabas porque no le guardabas rencor. “Ahora, eso no importa”, esas eran tus palabras que las decías en voz baja y con algo de tristeza mientras agachabas la cabeza.

Irías a verlo con la intención de ayudarlo y reconciliar la situación en la que estaban. Querías comenzar una amistad que nunca existió y que muchas veces la deseaste. En tu interior tenías miedo, miedo de verlo mal, deprimido y sobre todo solo, abandonado por la vida y quizá por Dios también.
Tu rostro escondía tu alma que estaba apagada, triste y sollozante; tus ojos esperarían  ver a tu progenitor, y tus brazos abrazarlo.

Rezar siempre
"Siempre rezaba por mi padre"
Este tema de tu padre sería sensible, tendrías una herida abierta que ni Dios podría cerrarla, sería cerrada cuando hablarías con tu padre. Solamente tendrías tres fotos de él, en donde tú no aparecías. Pero, a pesar del tiempo que no lo veías, te acordabas de él cuando te bañaba, y agarrándote de los cachetes te peinaba. También te acordarías cuando él cocinaba algunas veces sudado de carne o lentejas, aquellos platos los haría tan bien que aún tú lo saborearías. Lo recordarías trepado y sin polo cortando la maleza del jardín interior de la casa de La Molina. Tus oídos se acordarían de sus ronquidos, algunos eran tan exagerados que te despertarían en  muchas madrugadas. Sus lisuras no las habías olvidado porque tu hermano te las haría recordar.  Habías heredado de tu padre el rostro, los dedos gordos de los pies como de las manos, el cuerpo ancho y grueso, y las dos cosas  que más te harían recordarlo y tenerlo presente eran: que en tus dos dedos meñiques de los pies no tendrías uñas, solamente una línea algo dura a la que tú le dirías ‘uña chiquita’. La segunda cosa que te haría recordarlo a diario era que al pasar la lista de asistencia en tu salón dirían el apellido ‘Segura’, a lo que tú responderías: “presente”. Y sin olvidar que tu hermano, a quien tú amas mucho, se llama Oscar Eduardo Segura Rodríguez, quizá él lo recuerde más que tú al escribir su nombre.

Esta situación de tu padre te ayudaría mucho a recordarlo, no por las cosas negativas, ya que tú no querías recordarlas, aunque te lo harían recordar, sino porque te acordarías mas bien de las pocas situaciones agradables que pasaron. Él solamente te llevaría una vez al estadio y al cine. Recordarías a ‘Chachi’  manejando el carro marrón de marca Mazda, auto de su tía Patsy, quien te apoyó en tus estudios secundarios. Él manejaba con la radio a alto volumen, siempre tendría que ser salsa lo que escucharía. Y recordarías cuando las combis lo cerraban, su reacción era acelerar, pasarlos, hacerles acordar a su madre y, en algunas oportunidades, hacerlos salir de la pista. Tu padre manejaba muy bien, nunca antes en tu vida habías visto a alguien conducir así, él era tu padre.

Siempre querías darle un beso en la mejilla, pero nunca lo hiciste ni él lo hizo, quizá ahora a tus veintiún años podrías hacer lo que quisieras o lo que tu corazón desearía, sin importarte lo que diga la gente. La mañana del lunes veintiséis de febrero sólo pensarías en él, más adelante te cambiarías y saldrías a ver a tu padre, sería, para ti,  el encuentro deseado y esperado. Partirías a la una de la tarde rumbo al hospital Loayza.

Sería la oportunidad de hablar con tu padre, preguntarle qué pasó con ustedes, y quizá de empezar a conocerlo también.  Si de algo estarías seguro es que llorarías, y lo hiciste solo, sentado en el piso de tu habitación. Antes de partir se te adelantaría el llanto, no lo pudiste controlar. Irías con tu hermano en un taxi, y así llegarían al hospital a las dos y diez de la tarde. Entraste, ubicaste el pabellón dos, donde te habían dicho que estaría tu padre, viste desde un pasadizo una sala donde estaban muchos enfermos tirados en sus respectivas camillas. Esa imagen se te haría familiar cuando en las películas de guerra los heridos o muertos eran puestos de la misma manera que veías ahora. Te pusiste nervioso, la piel se encogía, tu corazón estaba muy acelerado. No quisiste entrar, pero...


CONTINUARÁ

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